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Foto: Ricardo Moreno Castillo
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El título de este nuevo post se corresponde, en realidad, con el título de otro libro de este mismo autor, La
conjura de los ignorantes, pero no deja de tener interés expositivo
evocar aquí las implicaciones de la célebre novela de John Kennedy Toole. Al
fin y al cabo, en esta situación “pedagógica” que nos ha tocado vivir, uno
puede acabar sintiéndose un bicho raro, un inadaptado social, cuando la
realidad es, al contrario, que es nuestra naturaleza, nuestra humanidad la que
se rebela contra este estado de cosas. En todo caso, esperamos que esta serie
de artículos despierten la esperanza en el combate por una educación humanista,
sin que en ningún caso el pesimismo nos lleve a finales tan trágicos como el
del pobre John Kennedy Toole. Pese a que las heridas personales y sociales son
palpables, o más bien ya patentes, la plasticidad del cerebro humano y la
divina grandeza de la libertad humana nos impiden desesperar: hay que
remangarse y ponerse manos a la obra.
En Panfleto antipedagógico Moreno Castillo llama la atención
sobre la “desastrosísima situación que
atraviesa la educación de nuestro país”, en la que paradójicamente se está
invirtiendo la mayor cantidad de recursos de su historia, pero “nunca han sido los conocimientos de los
alumnos tan ridículos ni el desánimo de los profesores tan grande”. “No se está impartiendo educación –
afirma este autor -, se está repartiendo
basura… en nombre de la pedagogía se dice hoy, con la cara más seria del mundo,
cosas a cuál más delirante”; “esta
falta de aprecio por los saberes y los contenidos es un error pedagógico, pero
también un síntoma muy revelador del nivel intelectual de quienes hicieron la
reforma”, cuyo hito fundacional cifra el mismo autor en la implantación de la LOGSE a partir de 1990, que “fue un completo disparate” cuyos efectos
deletéreos se manifestaron inmediatamente en el rápido y repentino bajón en el
nivel de conocimiento y comportamiento de los alumnos”.
En relación con este libro, señalaba
Antonio Muñoz Molina al autor que “una
enseñanza pública seria y exigente siempre me ha parecido uno de los pocos
mecanismos con que cuenta una persona inteligente, pero de origen modesto, para
destacar y abrirse paso en la sociedad; paradójicamente, ha sido un gobierno de
izquierdas el que ha proporcionado una ventaja comparativamente tremenda a los
hijos de quien pueda pagar colegio privado y máster en escuela de negocios”.
Ricardo Moreno Castillo denuncia
una por una todas las principales falacias de la ideología pedagógica
dominante: la falsa contraposición entre contenidos y formación (“formar sin contenidos es como ordenar una
habitación vacía”), la falacia de la educación igualitaria (“es un fraude no dar lo mejor a los que sí
quieren para no generar desigualdades con los que no quieren”), la falsedad
de la enseñanza obligatoria (¿cómo puede llamarse “obligatoria” una enseñanza
en la que no es obligatorio, de facto,
estudiar, ir a clase o respetar al profesor?), la mentira de la motivación (la educación
de la motivación es la educación de la irresponsabilidad: “las materias se pueden presentar a los alumnos de manera más o menos
llevadera, no eximirles de la disciplina”), la verdadera colaboración entre
padres y profesores (que consiste en lo que los padres hacen con los hijos antes, precisamente, de ponerlo en manos
del profesor), el verdadero fracaso escolar, que no se cifra tanto en los que
no se titulan (¿cómo puede hablarse del fracaso de una terapia si sus pacientes
se niegan a seguirla?) como en las condiciones en que se titulan los que lo
hacen (¿qué madurez intelectual, emocional, social, etc. tiene el que sale con
su título de la ESO ?
¿por qué han aparecido los curos cero
en septiembre para determinadas escuelas y facultades universitarias?), la
matraca del “enfoque activo y
participativo” (“¿a qué viene ese
empeño pedante en que los muchachos hagan trabajos y manejen bibliografía,
cuando no saben ni resumir un artículo de un libro?”), el dislate de la
formación del profesorado (la formación pedagógica “podría ser suprimida sin que la calidad de la enseñanza se resintiera
por ello lo más mínimo”), la desorientación de los padres (a los que se
permite recordarles, con Chesterton, que “no
puede existir educación libre, porque si dejáis a un niño libre no le
educaréis”) o la proliferación de los “expertos” que echan la culpa de
todos los males del sistema a la no adaptación del profesorado a los nuevos
vientos pedagógicos y sociales, etc.
Sobre el punto expresado en
último término, recoge a título ilustrativo textos de varios catedráticos y
profesores titulares de Facultades de Pedagogía en diversas universidades
españolas, que evidencian en su tenor literal el imperio absoluto de una
demagogia aberrante: “Todos los espacios
de la escuela están cargos [sic] de
significado en su misma configuración y, claro está, en su uso. Así vemos, por
una parte, que en algunos centros existe Sala de Profesores, pero no Sala de
Alumnos. La sala del profesorado es un lugar inaccesible para el alumnado. No
hay lugar similar en el centro al que los alumnos no tengan acceso. Por otro
lado, se da con frecuencia que en los centros hay servicios [léase aseos] de profesores y de alumnos. Es una
diferenciación espacial que responde a una diversidad del estatus (el criterio
no tiene la referencia lógica del número de usuarios o la estatura de los
mismos o la proximidad de los lugares donde se trabaja”.
Finalmente, resulta muy
significativo que un libro “anti-pedagógico”, que denuncia la “desastrosísima” situación de la
enseñanza en España termine con un capítulo en el que tras mostrar la estupidez
y manifiesta irracionalidad de muchos principios y dogmas pretendidamente
pedagógicos, Ricardo Moreno Castillo haga una nueva reivindicación de la
necesidad de la presencia de la filosofía en el plan de estudios. “No puede haber buenos ciudadanos – dice
-, sin una formación filosófica”. En
este contexto, se atreve a negar, a poner en duda, la plausibilidad de otro de
los mantras de referencia, esta vez procedente de Kant, que afirma que “no se aprende filosofía, sino que se
aprende a filosofar”; el autor del libro retrueca con la convicción de la
evidencia contraria: “¿Cómo se va a
aprender a filosofar sin antes no se enseña filosofía?”.
(elaborado a partir de la reseña “Tres
libros antipedagógicos”, de Marco Antonio Oma Jiménez)
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