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Foto: Alicia Delibes Liniers
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En La gran estafa. El secuestro del sentido común en la educación (2006), Alicia Delibes Liniers, profesora de Matemáticas (funcionaria del Cuerpo de Profesores de Educación Secundaria), analiza el proceso de progresivo deterioro del sistema educativo español, tratando de poner de manifiesto la etiología de este fenómeno. Quizá el gran mérito de este libro resida en poner de relieve el sesgo ideológico, pretendida pero falsamente “científico”, de los criterios que han servido de fundamento a las reformas educativas llevadas a cabo en España durante las últimas cuatro décadas.
La
pedagogía progre que nos oprime desde
hace ya tanto tiempo – algunos no hemos conocido otra, en nuestro horizonte
temporal – pertenece a una estirpe de rasgos inequívocamente rousseaunianos, en
la que, a su vez, han confluido una serie de escuelas y grupos ideológicos con
cierto predicamento en la historia de España de los siglos XIX y XX (a cuyo
elenco habría que añadir la inefable ideología
de género, la auténtica guinda en el pastel). A este respecto, la autora
alude a ciertos sectores del liberalismo decimonónico, a la Institución Libre
de Enseñanza de Giner de los Ríos, a la fundación del PSOE y su “Escuela Nueva”
de principios del siglo XX, a Ferrer y Guardia y su “Escuela Moderna”, a
Bertrand Russell y su propuesta de “Escuela libre”, y por último, al proyecto
de la izquierda española de 1976 designado como “Una alternativa democrática para la enseñanza”, que eclosionó con
la movilización claramente política del mundo educativo de la segunda mitad de
los 80 y la sucesiva promulgación de la LOGSE (1990), la LOCE (2002) y la LOE (2006). No merece la pena añadir a este
último elenco de leyes orgánicas de educación la LOMCE (2103), puesto que
siendo bastante “conservadora” (de los principios informadores de las leyes
anteriores y, en general, de la filosofía general del sistema), ha sido boicoteada (prácticamente inaplicada) por casi
todas las administraciones autonómicas.
La
tesis que defiende Delibes resulta demoledora en relación con la arrogante autocomplacencia
que destilan en este país las administraciones públicas cuando hablan del
llamado sistema educativo, no sin
reconocer en primera persona la parte de culpa que en ello le cabe a la intelligentsia de la transición: “La combinación de pedagogía sesentayochista
y escuela integradora es lo que ha provocado la grave crisis en la enseñanza
(…). Aunque la mayor parte de los problemas que se están viviendo en los
institutos de secundaria llegaron con la implantación de la LOGSE , es preciso reconocer
que los primeros responsables del deterioro de la enseñanza fuimos los
progresistas de antaño. Con una idea equivocada de lo que significaba ser un
profesor liberal tuvimos miedo de ejercer la autoridad, cultivamos la
indisciplina y caímos en el error de confundir la comprensión con la
blandenguería, la tolerancia con la dejadez, la democracia, en fin, con la
demagogia. Es difícil equivocarse más de lo que nosotros lo hicimos porque, si
mala e insatisfactoria pudo ser la enseñanza que recibimos, es mucho peor aún,
y sobre todo mucho peor arreglo tiene, la que hoy nos vemos obligados a
impartir”. Ha acabado por imponerse una correlación prácticamente exacta
entre pedagogía y progresismo: “en realidad,
casi todos los pedagogos lo son [progres]. (…). Aún hoy, cuando se hacen palpables la
ignorancia, la ingobernabilidad de las aulas y la falta de responsabilidad de
nuestros muchachos, sigue la progresía española cantando loas a las teorías
pedagógicas causantes de esta deplorable situación (…) esa pedagogía lleva en
sí misma el germen de autodestrucción”.
No
deja de ser significativo que la autora sitúe conscientemente la génesis de la
pedagogía sesentayochista en los planteamientos vertidos por Rousseau en su
obra El Emilio. Si, Rousseau,
ese personaje que, después de haber mandado a los cuatro hijos habidos con una
lavandera a la inclusa, escribió el citado tratado pedagógico, por confesión
propia, porque “las ideas con que mi
falta llenó mi espíritu contribuyeron en gran medida a hacerme meditar el
Tratado de la Educación ”
(¡). Partiendo de esta premisa, se suceden, sin solución de continuidad,
las logomaquias, los paralogismos,… todo lo que desde hace algunos años
llamamos en España “pensamiento Alicia”
– no Delibes, por supuesto -: la natural bondad de los hombres, la execración
por la ciencia pedagógica de los verbos ‘mandar’ y ‘obedecer’, la proscripción
de la figura del instructor (precepteur)
en favor del ayo o tutor (governeur),
la utopía ucrónica (el ‘hombre nuevo’ vendrá con la ‘buena educación’)… La
‘buena educación’, según estos planteamientos, no consiste tanto en instruir
como en el “arte de conducir” al
niño; el maestro se convierte en “educador”,
alguien que “se apodera tan sutil como
absolutamente de la voluntad y de los sentimientos de los niños” para
sujetarlos a la servidumbre de las instituciones políticas del Estado. Todos
los fundadores de escuelas que han pretendido ofrecer una ‘educación liberal’
han asegurado siempre seguir las directrices de Rousseau, desde Tolstoi y los
institucionalistas hasta el ácrata Ferrer y Guardia.
Entre
los mismos jacobinos se desató una fuerte controversia, pues frente a los
planteamientos de Rousseau, el marqués de Condorcet, en su Rapport sur l’instruction publique (1792), tocado esta vez
de una fuerte impronta racionalista (antirromántica), al tiempo que defendía el
valor de la instrucción pública parecía dar cabida a una cierta libertad de
enseñanza. En este momento histórico parece plantearse ya el debate sobre la
utilidad social y, sobre todo, la admisibilidad ética de un modelo más o menos
estatalizado de enseñanza. En opinión de la autora, los liberales españoles
decimonónicos se adhirieron en buena medida al modelo de instrucción
tradicional del Rapport del marqués
de Condorcet y… en general observaban cierta prevención hacia un control
omnímodo por el Estado de todo el sistema educativo, permitiendo la pervivencia
de las escuelas promovidas por la
Iglesia y confiando en que su propia excelencia acabaría por
atraer a todos a la escuela pública. Esta afirmación, en nuestra modesta
opinión, no puede sostenerse en sus estrictos términos. Puede que esto fuese
así en el caso de algunos moderados
y, sobre todo, de los neos, pero los
liberales progresistas eran, en educación, estatistas confesos y profesos.
Desde luego, no se puede aceptar esta afirmación con respecto a los políticos
liberales decimonónicos así, in genere.
De hecho, esta tesis quiebra al reconocer que, llegado un determinado momento de
escasez de ideas nuevas (?), esos mismos políticos liberales, en su
anticlericalismo, entregaron el sistema educativo a la Institución Libre
de Enseñanza. Se cita al respecto el vaticinio de Echegaray: “Veremos lo que deja el siglo XX con su
socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente y su Estado
motor y providencia, tutor y niñera”.
Para
la autora del libro el siglo XX es el del triunfo de las ideas de Rousseau. La Institución Libre
de Enseñanza empezó a dar la batalla por la reforma de España a través de la
educación, defendiendo la “enseñanza intuitiva”, una enseñanza que quería
alejarse de los cánones tradicionales de la enseñanza “memorística y
abstracta”. Cossío postulaba que “la
primera y la segunda enseñanza debían fundirse” en una “educación integral, general, de todo el individuo”. Algo muy
similar se proclamaba en el manifiesto fundacional del PSOE (1879): “La enseñanza debe ser integral para todos
los individuos de ambos sexos, en todos los grados de ciencia, de la industria
y de las artes, a fin de que desaparezcan las desigualdades intelectuales, en
su mayor parte ficticias, y que los efectos destructores que la división del
trabajo produce en la inteligencia de los obreros no vuelva a producirse”.
En la misma línea, el anarquismo español, representado por Ferrer y Guardia y
su “Escuela Moderna”, también se reconocía deudor de las doctrinas de Rousseau,
abogando por “una enseñanza
antiautoritaria, igualitaria, que respetara la personalidad del alumno”, y
lanzando sus denuestos contra el elitismo y la competitividad. En su
tradicional tono atrabiliario, declaraba que esta era la mejor arma para
combatir contra la Iglesia
y el Estado, viniendo con todo ello a proporcionar verosimilitud al duro juicio
emitido por Unamuno: “Se fusiló en
perfecta justicia al mamarracho de Ferrer, mezcla de loco, tonto y criminal
cobarde, a aquel monomaníaco con delirios de grandeza y erostratismo, y se armó
una campaña indecente de mentiras, embustes y calumnias”.
Todos
estos ramalazos culminan, en la resaca de la segunda posguerra europea, con el
nacimiento en el ámbito anglosajón de la llamada “comprehensive school”, que pocas décadas después hallaría un
amplio eco con el estallido del movimiento sesentayochista. Desde este nuevo
enfoque, se afirmaba que la igualdad de oportunidades sólo sería real cuando
todos los ciudadanos tuvieran la misma formación básica. Para los socialistas,
y para la izquierda en general, la escuela tenía como principal objetivo hacer
desaparecer las diferencias intelectuales que perpetuaban la injusticia y la
existencia de clases y entendían que una escuela que tuviera en cuenta estas
diferencias no podría ser nunca una escuela democrática, lo que finalmente dio
como resultado que en la configuración de una escuela a la que a todos se les
exija lo mismo, sin permitir distinciones por razones de capacidad o
inteligencia, una escuela en la que se aprenda a ser solidario y tolerante y en
la que todos niños sean buenos y felices – esto último recuerda inevitablemente
a aquello que decía la
Constitución de Cádiz de 1812: “todos los españoles son justos, píos y benéficos” ¡Pues… eso¡ -.
En
plena sintonía con estos planteamientos, el proyecto de la izquierda española “Una alternativa democrática para la
enseñanza” (1976) cruzó su apuesta por el modelo de escuela única, ya
consagrado en el temprano congreso del PSOE de 1918, como “el único modelo de enseñanza que una sociedad democrática podía
admitir”. En realidad, la
Ley General de Educación de 1970 (impulsada por el ministro
Villar-Palasí, todavía en pleno franquismo) ya compartía en buena medida esta
deriva, probablemente porque detrás de ella se encontraba la UNESCO , con sus peculiares
métodos de “protección” de la infancia. Este modelo se ve materializado con la
aprobación de la Ley
Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE) en 1990. La
panoplia de arbitrios más o menos convencional se vio reforzada con la
incorporación de la pedagogía constructivista de Piaget. Una pedagogía que ya
no será para todos los niños del país, sino para los “niños del mundo”, donde
el objetivo básico no es enseñar contenidos, sino que los niños – concepto
jurídico indeterminado que en la práctica abarca hasta los 16 ó 18 años –
adquieran destrezas (“aprender a aprender”) y valores (solidaridad, tolerancia,
pacifismo, no violencia…). “se cultivará
el plurilingüismo, se revindicarán las lenguas minoritarias, los regionalismos
y las subculturas – ¿así, al mismo nivel, como conceptos intercambiables? –
y en la clase regirán las relaciones de
igual a igual (¡), el
multiculturalismo, la cooperación y la multidisciplinariedad - ¿qué hay del
viejo adagio non multa, sed multum?
¿un poco de todo y al final… nada de nada? -. Un modelo en el que el maestro será un simple mediador y en el que
educar ya no será definitivamente instruir, sino acompañar al alumno en su
descubrimiento del mundo, permanecer silencioso a su lado observando cómo
construye su propia percepción de todo lo que le rodea”. Esto no es sino la
coronación de toda la pedagogía rousseauniana: “la desaparición del aprendizaje sistemático, la confianza sin límites
en la capacidad descubridora del niño y la negación de toda posibilidad de
conocimiento objetivo”.
La
autora del libro concluye señalando que “después
de dos siglos de escuela pública creo que tenemos la suficiente experiencia
como para poder asegurar que, una vez que se renuncia a la defensa del derecho
de los padres a elegir la educación de sus hijos, una vez que se pone en manos
del Estado la educación de los ciudadanos, los poderes políticos acaban por
utilizar a estos conforme conviene a sus intereses”; ahora bien, “los políticos de derechas no deberían caer
en la tentación de abandonar la enseñanza pública a su suerte y favorecer los
conciertos educativos”, pues aparte del despilfarro económico tremendo que
implica la educación pública, ello supondría en la práctica abandonar a su
suerte “a la mayoría de los ciudadanos
que, hoy por hoy, no tienen más opción que la pública”.
Con
estas perspectivas de futuro, Alicia Delibes hace un llamamiento para recuperar
el sentido común en la educación.
Pero sobre este punto, quizás convenga recoger la aportación de un tercer autor
en otra ocasión.
(elaborado a partir de
la reseña “Tres libros
antipedagógicos”, de Marco Antonio Oma Jiménez)
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