RAZONES PARA LA MONARQUÍA(I)

Breve antología de textos de:

“El poder político y la libertad. La Monarquía de la reforma social” de A. LÓPEZ-AMO




“Es un fenómeno que pertenece a la peculiar barbarie y a la presuntuosa ignorancia del último siglo ya pasado (el XVIII), presentar el Estado como algo que ni siquiera pudo ser, como algo que el hombre fundó por su libre voluntad. La idea de la invención del Estado y del establecimiento de la sociedad me ha hecho siempre la misma impresión, cuando he oído hablar de ella, que el canto de Sancho Panza a la invención del sueño” (Heinrich LEO, Studien und Skizzen zu einer Naturlehre des Staates). (…).

“Por una ficción que algunos llaman abstracción, se afirma que la voluntad general, que en realidad emana de los individuos investidos del poder político, emana de un ser colectivo, la nación, de la cual los gobernantes no serían sino los órganos. Éstos, por lo demás, se han dedicado siempre a hacer penetrar esta idea en la mente de los pueblos. Han comprendido que había en ella un medio eficaz de hacer aceptar su poder o su tiranía” (León DUGUIT).

No hay otra realidad en la concepción del poder como expresión de la voluntad colectiva. El poder tiene siempre una existencia propia, distinta de la colectividad, de la que se dice emanación. Lo que ocurre es que en la democracia ese poder está vendido o hipotecado a determinados grupos de la sociedad, con lo que ciertamente no pierde su voluntad egoísta de dominio (antes la aumenta al ponerse al servicio de intereses de clase); lo único que pierde es la independencia y la recta ordenación a su fin.

Importa, por consiguiente, y mucho, reconquistar la idea de la dualidad esencial entre poder y sociedad, entre Estado y Nación, entre mando y obediencia. El poder no es sólo una noción abstracta; es además una realidad concreta. El Estado sigue descansando hoy día sobre relaciones personales, degradadas y envilecidas por desgracia. Las relaciones personales de hoy son menos personales tan sólo en el sentido de que tienen menos personalidad sus portadores. De una parte, en efecto, en el lugar del mando, están los dirigentes políticos, que se han hecho jefes a sí mismos o los hicieron por cooptación otros dirigentes; ellos organizan los partidos y les fabrican la ideología y los programas, ellos reclutan el séquito de los afiliados y simpatizantes con una propaganda que halaga pasiones y que no es posible más que con la disposición de dinero, de mucho dinero; ellos dirigen intereses y conciencias, ellos trazan los rumbos de la campaña electoral o de la etapa de gobierno, nombran los candidatos, eligen los ministros, de acuerdo entre sí y con los partidos rivales. La disciplina del partido manda a los afiliados en la calle, a los diputados en el Parlamento y a los ministros en el Gabinete. De otra parte está la masa, objeto de la conquista y del manejo. La élite de los políticos está totalmente diferenciada de esa masa y obra por cuenta propia, desligada de la voluntad general en la política interior y exterior, salvo en aquello que puede repercutir en una popularidad que se traduce en actas, popularidad que suele ganarse haciendo lo fácil en vez de lo heroico. En fin, hay equipos de mando impuestos por sí mismos, que tienen las riendas para dirigir al pueblo, a través de relaciones personales que si no se confiesan es porque son inconfesables. Y si hiciera falta resaltar al lado del elemento personal el patrimonial, ya lo hemos dicho. ¿Pueden concebirse sin dinero los partidos, la propaganda y las elecciones? La fuerza del dinero conquista el poder y la fuerza del poder conquista el dinero, en una relación recíproca a que ya antes hice referencia y que daría toda la razón a HALLER cuando sustenta que el Estado se funda en la propiedad.

La diferencia está en que las personas de antes representaban la superioridad natural y las de ahora representan la mediocridad ambiente. El triunfo de lo abstracto sobre lo concreto es el triunfo de la masa sobre la selección, el triunfo de los mediocres sobre las superioridades naturales. Pero nada más.

Si algunos historiadores, …, han reclamado para el Estado medieval la consideración de Estado “por lo menos en sentido histórico, ya que no dogmático”, nosotros queremos afirmar la identidad esencial del Estado en todas las épocas, y reclamamos para el Estado moderno, por encima y por debajo de los dogmas jurídicos, la consideración de Estado en sentido histórico. Queremos verlo como una organización concreta de la vida social, entenderlo tal como se ha producido y no tal como se ha imaginado, ver cuáles son sus elementos vivos y cuáles son sus elementos muertos, aplicar una valoración exacta a sus grupos sociales y dotar de una personalidad auténtica a su soberanía.

Con este punto de vista entenderemos con igual claridad las distintas realizaciones concretas de la idea del Estado. (…). Así podremos conocer la altísima naturaleza del poder personal a través de la sociedad y de su relación con el Estado. (…).

El poder real se identifica con el fin del Estado gracias a su personal independencia, que se perpetúa merced al triunfo total del principio hereditario en la sucesión. (…).

En España, y por las mismas fechas (1830), las cosas marchaban de otra forma. Las ideas francesas habían penetrado en el siglo XVIII, influyendo en pocas personas, aunque selectas. Habían penetrado más con ocasión de la guerra napoleónica a partir de 1808. Pero ni de ellas ni de una determinada situación social podía salir la revolución. A pesar de la enorme centralización llevada a cabo por la Casa de Borbón, el país estaba unido en su torno, lo mismo con Carlos IV en su guerra contra la República francesa (guerra dinástica y no nacional) que con Fernando VII contra el Imperio de Bonaparte (guerra tan nacional como dinástica). (…). La gran mayoría de la nación, sobre todo en cuanto se refiere al elemento popular, estaba activamente al lado del Rey. Las revoluciones de liberales y patriotas eran movimientos minoritarios que sólo podían intentarse con ayuda del Ejército, nunca con el tumulto popular. Los famosos “pronunciamientos” salían todos del lado liberal. Un levantamiento militar instauró en 1820 el régimen constitucionalista. En 1823 las tropas del duque de Angulema encontraron a su lado a todo el pueblo español para restaurar a Fernando VII.

Del lado realista, sin embargo, no se quería la continuación del Antiguo Régimen. La necesidad de transformación se sentía tanto o más que del lado liberal, pero se sentía rectamente. Lo que querían los realistas (los futuros carlistas) era una monarquía exenta del “despotismo ministerial” y una organización social y territorial donde tuvieran vida las libertades populares. Sabían, y lo afirmaban con claridad que maravilla, que la democracia era más absoluta que la monarquía. “La única diferencia entre el poder de un Rey y el de una República es que aquél puede ser limitado y el de ésta no puede serlo” (Manifiesto de los Persas). Su punto de apoyo era la constitución histórica de España, hecha a base de diversidades regionales y locales que estaban aún enteramente vivas a pesar de Felipe V, y que constituían tanto una defensa frente al poder central como un campo de participación de todos los elementos de la población en los asuntos públicos de su interés e incumbencia. Es decir, querían que el poder del Estado siguiera siendo independiente y que la sociedad siguiera siendo orgánica, de forma que su acción recíproca tuviera una configuración armónica. Esto no era la “reacción”… Era una constitución abierta a todas las reformas. En realidad, la Revolución estaba mucho más cerca del Antiguo Régimen que el carlismo. Liberales afrancesados como Alberto LISTA eran fieles colaboradores de Fernando VII en su etapa absolutista, y en el gobierno había elementos de los llamados “moderados” (Hans JURETSCHKE, Alberto Lista). Es más, el absolutismo del último Rey de antiguo régimen fue la condición sine qua non del triunfo de la acción revolucionaria. Esto no podía darse en la calle, y se dio después en el seno del gobierno absoluto. Sus artífices fueron los moderados, “ilustrados” todos ellos, afrancesados, revolucionarios de la escuela imperial, hombres formados en la Ilustración y en la Enciclopedia. Ellos fueron los que hicieron la conspiración de 1826, los que vivían junto al Rey en los cargos más importantes del gobierno, los que sin ruido ni apresuramiento hicieron posible el triunfo del liberalismo, los que impusieron la publicación de la Pragmática (Federico SUÁREZ, La crisis política del Antiguo Régimen en España).

La Revolución se hizo por partes. Primero, un golpe de Estado. Después una guerra civil. (…).  Pero se provocó un cambio, una guerra, una minoría larga, la división de los realistas, la necesidad del apoyo de los liberales, para dominar a la nueva monarquía y convertirla en constitucional. No es menester entrar en más detalles, pues conocidas son las vicisitudes de este sistema, que hasta 1876 no tuvo una relativa estabilidad. No hay nada en toda esta evolución histórica que proceda de causas internas de transformación. Todo fue una imposición por la fuerza, desde los manejos políticos interiores hasta la acción exterior, diplomática y militar, de Francia y de Inglaterra, que ni siquiera se limitó a combatir a los carlistas, sin que dentro del régimen isabelino coadyuvó descaradamente al triunfo liberal.

(Continuará…)

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