Breve antología de textos de:
“El poder político y la libertad. La Monarquía de la reforma
social” de A. LÓPEZ-AMO
El hombre siente, …, su
limitación en la vida social y en ella encuentra de nuevo su plenitud temporal
al integrarse en una comunidad de vida y de trabajo que produce y le
proporciona valores materiales y valores de cultura y que le integra en una
comunidad superior donde desarrolla todo su destino humano temporal y le
proyecta al futuro (Rafael CALVO SERER, Teoría de la Restauración ).
(…).
Una concepción individualista
teme por los derechos del individuo solamente frente a los grupos sociales
inferiores, no frente al Estado, porque ve en éste el supremo orden jurídico
individual. Convierte al individuo en centro de todo, en la medida universal de
valor, y le desliga de aquello que más próximamente le ata, para dejarle solo,
sin trabas que limiten su libre desenvolvimiento individual; en una sola y
amplísima comunidad política, el Estado, de la que son los individuos los
fundadores y el soporte en todo momento.
Al convertirse el individuo en el
centro de todo, se subvierte el orden natural de los deberes y de los derechos.
El derecho a la felicidad personal es la base de la familia y destruye a la
familia, que exige siempre sacrificio personal. El individualismo en la familia
suprime los hijos, disuelve el matrimonio o rompe por lo menos la comunidad
familiar. El derecho a la riqueza y al placer es la base de la vida social y
destruye la comunidad del trabajo, donde ya no habrá convivencia plena en la
producción, sino coincidencia accidental de intereses, cuya balanza se
inclinará del lado del más fuerte. El individualismo en la empresa económica
rompe una comunidad de vida: en la producción buscan empresarios y
trabajadores, cada uno por su lado, una utilidad material para vivir fuera de
ella. El derecho al poder es la base de la vida política y destruye al Estado
haciéndolo objeto de la lucha social y de la dominación de clase. El
individualismo en política conduce a la democracia, a la anarquía, al
socialismo o a la dictadura. Pues el socialismo responde al deseo (legítimo
después de todo) de extender a los desposeídos el derecho a la felicidad, al
placer y al mando que el liberalismo limitaba a los poseedores. (…).
El Estado, que arrebató a la
sociedad sus funciones, las va poniendo, en forma de cargos y empleos, al
servicio de los individuos de la sociedad. En la atribución de los puestos
prevalece el interés individual sobre el social. Se atribuye el cargo
(teóricamente, por supuesto) a quien “lo merece”, como si el puesto de
dirección fuese una recompensa o un premio. (…). Todos los individuos tienen el
mismo derecho a participar en el gigantesco concurso nacional del que sale la
provisión de los cargos y de las sinecuras, en una mezcla abigarrada que
desarraiga y trasplanta a todo el mundo para dar “a cada uno lo suyo”, según
una justicia distributiva que atiende por igual a los deseos del egoísmo y a
las pretensiones de la petulancia individual.
En el orden social y político, ya
hemos visto más arriba cuáles eran las consecuencias del individualismo: la
dominación social y el absolutismo político. Se temía la coacción que ejercían
sobre el individuo la familia, la corporación y la clase y no se temía, en
cambio, la del Estado. Al suprimir aquélla, hubo que aumentar la de éste, que
es bastante más intolerable y que no tienen límites. Pero podría pensarse siquiera
que en la esfera individual el hombre ha ganado, aunque sea a costa de la
sociedad, y que tiene mayores posibilidades de desenvolvimiento personal. Y no
es cierto. El individuo se rebaja.
La familia, la corporación y la
clase limitan la libertad del individuo, es cierto, pero también protegen esa
libertad. Lo mismo en el juego de los poderes políticos, ocurre esto en la
formación individual. Aquellos grupos sociales vinculan al individuo y le dan
una formación; en cierto modo, se produce dentro de ellos una nivelación que
coarta el desenvolvimiento libre. Pero esos grupos constituyen tanto un factor
de nivelación como de diferenciación. Si por un lado dan a la individualidad
una formación de grupo o de cuerpo, por otro lado constituyen un círculo protector
que le permite desenvolverse conforme a su propia peculiaridad. Pues no ha de
olvidarse que el individuo está mucho más desamparado cuando se encuentra
formando parte de una masa que cuando vive en una célula social que es elemento
integrante.
En una comunidad muy grande, en
que todos son iguales, ha de predominar por fuerza lo que es común a todos, lo
que es propio hasta de los más inferiores. En este sentido, “lo más general
humano” es lo más bajo del hombre. “Lo que es común a muchos ha de ser asequible
al espíritu más bajo y primitivo de entre ellos” (Georg SIMMEL, Soziologie.
Unterschucungen üben die Formen der Vergellschaftung). Los impulsos y las
representaciones más elementales son del denominador común de todas las
personalidades. De ahí que las masas sólo se muevan por ideas simplicísimas.
Si el individuo necesita aislarse
para desarrollar su genuina personalidad, lo que le aisla precisamente de la
masa es la pertenencia a un grupo reducido de personas que tiene, como tal
grupo, su personalidad propia de la que el individuo participa. La formación y
la cultura que se dan en serie a grandes grupos de hombres están condicionadas
por el nivel inferior. La que da la familia puede tener en cuenta todas las
especialidades del individuo. Y si se da algún nivel cuando el grupo familiar
tiene una personalidad muy acusada, es un nivel superior que mejora al
individuo más que lo constriñe. Frente a esa “nivelación”, la libertad
individualista es la libertad de la arbitrariedad, la anormalidad y el capricho.
Una aristocracia nivela hacia arriba, una democracia nivela hacia abajo. En
definitiva, lo que eleva a un tiempo mismo al individuo y a la sociedad no es
la demolición, sino el reconocimiento de las comunidades naturales. El Estado
democrático las ha demolido, y prosigue incesantemente su tarea de demolición.
(…).
“Es la destrucción de toda
autoridad en provecho de la única autoridad estatal. Es la plena libertad de
cada uno con respecto a todas las autoridades familiares y sociales, pagada con
una sumisión completa al Estado. Es la perfecta igualdad de todos los
ciudadanos entre sí, al precio de su igual aniquilamiento ante la potencia
estatal, su dueño absoluto. Es la desaparición de toda fuerza que no venga del
Estado, la negación de toda superioridad que no esté consagrado por el Estado.
Es, en una palabra, la atomización social, la ruptura de todos los lazos
particulares entre los hombres, que ya no están unidos más que por su común
esclavitud frente al Estado. Es, a la vez, y por una convergencia fatal, el
extremo del individualismo y el extremo del socialismo” (Bertrand DE JOUVENEL, Du
pouvoir). (…).
Ni la sociedad por sí misma, ni
el Estado por sí mismo pueden resolver la crisis. La sociedad está tan
atomizada, están tan dispersos sus elementos, que ahora es verdaderamente
cuando podría darse el supuesto de un contrato social, si quedara aún algún
filósofo inteligente para proponerlo. Pero lejos de eso, la posibilidad de un
libre convenio de libertades individuales lo mismo puede llevar al acuerdo que
a la no avenencia. En la disolución de la sociedad y en su artificiosa
reconstrucción jurídica por el Estado absoluto está el origen de todos los
separatismos.
El Estado tampoco puede, porque
la reorganización de la sociedad es una tarea eminentemente social. El
crecimiento orgánico ha de producirse de modo natural, y con libertad, dentro
de la sociedad misma, y dentro de ella deben formarse los jefes que arrastren y
eduquen a los demás. Para que los individuos vuelvan a sentirse vinculados a
los grupos, con una misión y una responsabilidad dentro de ellos, es preciso
que esos grupos existan y tengan vida autónoma. Mas para que puedan tenerla y
no caigan al servicio de intereses bastardos, de sus componentes o de sus
iguales o superiores, necesitan una autoridad por encima de todos. Esa
autoridad es el Estado; ahí está el papel del Estado en la reconstrucción
social, como lo estuvo en la formación y en la evolución normal de la sociedad:
en gobernar a la sociedad sin destruirla, en permitirle que sea libre, pero que
sea libre ella con su libertad propia, hecha posible por la existencia del
Estado, pero no delegada ni arbitrariamente atribuida por el Estado.
Es decir, el Estado, para servir a la sociedad, para ser forma que contenga y
mantenga la vida social, ha de separarse de la sociedad y recobrar su soberana
independencia, renunciando a las dos formas de confundirse con ella: la de
constituirse a sí mismo conforme a la voluntad popular, y la de constituir a la
sociedad conforme a su voluntad dictatorial.
Si el Estado quiere tener una base social, “tiene que desprenderse
primero de su omnipotencia, separar sus círculos de funciones, para hacer
posible una vida social autónoma, genuina”. JUNG, …, reconoce que tampoco
es propio del pensamiento orgánico dejar a las partes la formación de un todo.
Las partes mismas necesitan ser alimentadas por el todo, y por él ajustadas y
llevadas a armonía, si han de llenar su tarea. La polaridad de lo orgánico
exige una acción recíproca de abajo y de arriba, que es al mismo tiempo de
tensión y de concentración. Debe haber zonas del Derecho rodeadas de tales
vallas protectoras que ni la arbitrariedad del Estado pueda osar remontarlas.
Por el contrario, el Estado tiene la
alta misión de cuidar que esos derechos no sean amenazados o destruidos por
fuerzas superiores. El Estado garantiza los derechos de los grupos
sociales, y es, por tanto, el enemigo de todo absolutismo, de cualquier parte
que venga (Edgar J. JUNG, Die Herrschaft der Minderwertingen).
Bien fácilmente se comprende que la autoridad que
necesita el Estado para cumplir esa alta misión es mucho más plena, vigorosa y
auténtica que la autoridad con que en la edad democrática pretende cumplir
todas las funciones sociales. Esta segunda autoridad es la fuerza de la revolución
o de la dictadura, fuerza llena de debilidad y de miedo.
El totalitarismo de Estado no es consecuencia del
principio de autoridad, sino de la falta de autoridad de la democracia. Es tan
sólo una tentación de los gobiernos autoritarios el seguir en esa dirección,
pero se equivocan. No pierden nada de su autoridad, antes la fortalecen, si
permiten la vida social orgánica.
Libertad y autoridad no sólo no constituyen una
contradicción de difícil salida, sino que están tan recíprocamente condicionadas,
que no pueden existir la una sin la otra, ambas entendidas según la verdadera
naturaleza de la sociedad y del Estado. De la misma manera que es un error
funesto creer que se aumenta la autoridad extendiéndola hasta el absolutismo,
no lo es menos el pensar que se fomentan las libertades desviándolas por el
sendero de los derechos individuales, únicos que tiene todavía en su cabeza el
hombre moderno cuando piensa en la libertad: libertad de expresión, libertad de
prensa, libertad de sufragio, libertad de cultos. Estas libertades son la
libertad de la destrucción y el rebajamiento.
El Estado no puede continuar siendo una abstracción
muerta sobre una sociedad muerta, víctima de las fieras que lo apresaron o de
los gusanos que lo descompusieron. El
Estado debe encontrar de nuevo una encarnación personal, porque sólo en la
persona está la vida, y en la vida, la independencia; porque, vinculado el
poder en la persona, y a lo largo del tiempo en la familia, puede seguir siendo
independiente de la sociedad sin dejar de estar unido a ella por el más noble,
el más personal y el más social de todos los vínculos, el de servicio.
Esta es la esencia de la Monarquía , y ahí se
encuentra todavía su porvenir, si hubiera pueblos y príncipes capaces de
entenderla. La erección de un poder
personal y hereditario es, en su realización histórica, y en su significación
sociológica, la mejor expresión de la relación entre Estado y sociedad, porque
de esa forma lo más alto del Estado queda fuera de la lucha de la sociedad y de
la victoria de una clase.
Por eso, en la época de la concepción republicana
del Estado, en la de las revoluciones sociales, en la época de MARX, podía
afirmar atrevidamente Lorenz VON STEIN: “No hay duda posible: la representación del Estado independiente
y de la vida que le es propia no puede ser otra más que la monarquía. La
monarquía no es simplemente una posible salida o solución del deslizamiento del
Estado a la sociedad: es una grandiosa necesidad para la vida y la libertad de
los pueblos”. Más aún: “La monarquía es
la única parte del Estado que tiene por sí misma el derecho de su existencia.
La monarquía no es un artículo de la Constitución , un mandatario del pueblo, una
institución; es más bien el supuesto inmediato e incondicionado de toda
Constitución, de toda forma de Derecho Público” (Das Königtum, die
Republik, und die Souveränität der franzosischen Gesellschaft seit
Februarrevolution 1848).
Esta es la esencia de la Monarquía , su función
social. Por eso, cuando la sociedad conquistó el Estado y le quitó su
independencia, la monarquía fue cayendo abajo en todas partes. O era un simple
adorno, o era un verdadero obstáculo.
La caída de las monarquías ha dado una doble
lección: que cuando el poder político pierde su independencia, la sociedad se disuelve,
y cuando el poder político pierde su independencia, pierde él mismo su razón de
ser.
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