RAZONES PARA LA MONARQUÍA(II)

Breve antología de textos de:

El poder político y la libertad. La Monarquía de la reforma social de A. LÓPEZ-AMO



El hombre siente, …, su limitación en la vida social y en ella encuentra de nuevo su plenitud temporal al integrarse en una comunidad de vida y de trabajo que produce y le proporciona valores materiales y valores de cultura y que le integra en una comunidad superior donde desarrolla todo su destino humano temporal y le proyecta al futuro (Rafael CALVO SERER, Teoría de la Restauración). (…).

La Revolución filosófica y política arrancó del hombre el sentido de su limitación esencial, desligó su entendimiento de la Revelación y liberó al individuo de los grupos sociales. De la misma raíz surgieron en lo filosófico el racionalismo, en lo político el liberalismo y en lo social el socialismo. La primacía absoluta del entendimiento (que no deja de ser limitado por eso) conduce en la ciencia a la ilusión, de la que naturalmente no quedó exenta la ciencia política. La primacía absoluta del individuo condujo a la disolución del orden social, y con ella al hundimiento del individuo en la masa, y a la tiranía.

Una concepción individualista teme por los derechos del individuo solamente frente a los grupos sociales inferiores, no frente al Estado, porque ve en éste el supremo orden jurídico individual. Convierte al individuo en centro de todo, en la medida universal de valor, y le desliga de aquello que más próximamente le ata, para dejarle solo, sin trabas que limiten su libre desenvolvimiento individual; en una sola y amplísima comunidad política, el Estado, de la que son los individuos los fundadores y el soporte en todo momento.

Al convertirse el individuo en el centro de todo, se subvierte el orden natural de los deberes y de los derechos. El derecho a la felicidad personal es la base de la familia y destruye a la familia, que exige siempre sacrificio personal. El individualismo en la familia suprime los hijos, disuelve el matrimonio o rompe por lo menos la comunidad familiar. El derecho a la riqueza y al placer es la base de la vida social y destruye la comunidad del trabajo, donde ya no habrá convivencia plena en la producción, sino coincidencia accidental de intereses, cuya balanza se inclinará del lado del más fuerte. El individualismo en la empresa económica rompe una comunidad de vida: en la producción buscan empresarios y trabajadores, cada uno por su lado, una utilidad material para vivir fuera de ella. El derecho al poder es la base de la vida política y destruye al Estado haciéndolo objeto de la lucha social y de la dominación de clase. El individualismo en política conduce a la democracia, a la anarquía, al socialismo o a la dictadura. Pues el socialismo responde al deseo (legítimo después de todo) de extender a los desposeídos el derecho a la felicidad, al placer y al mando que el liberalismo limitaba a los poseedores. (…).

El Estado, que arrebató a la sociedad sus funciones, las va poniendo, en forma de cargos y empleos, al servicio de los individuos de la sociedad. En la atribución de los puestos prevalece el interés individual sobre el social. Se atribuye el cargo (teóricamente, por supuesto) a quien “lo merece”, como si el puesto de dirección fuese una recompensa o un premio. (…). Todos los individuos tienen el mismo derecho a participar en el gigantesco concurso nacional del que sale la provisión de los cargos y de las sinecuras, en una mezcla abigarrada que desarraiga y trasplanta a todo el mundo para dar “a cada uno lo suyo”, según una justicia distributiva que atiende por igual a los deseos del egoísmo y a las pretensiones de la petulancia individual.

En el orden social y político, ya hemos visto más arriba cuáles eran las consecuencias del individualismo: la dominación social y el absolutismo político. Se temía la coacción que ejercían sobre el individuo la familia, la corporación y la clase y no se temía, en cambio, la del Estado. Al suprimir aquélla, hubo que aumentar la de éste, que es bastante más intolerable y que no tienen límites. Pero podría pensarse siquiera que en la esfera individual el hombre ha ganado, aunque sea a costa de la sociedad, y que tiene mayores posibilidades de desenvolvimiento personal. Y no es cierto. El individuo se rebaja.

La familia, la corporación y la clase limitan la libertad del individuo, es cierto, pero también protegen esa libertad. Lo mismo en el juego de los poderes políticos, ocurre esto en la formación individual. Aquellos grupos sociales vinculan al individuo y le dan una formación; en cierto modo, se produce dentro de ellos una nivelación que coarta el desenvolvimiento libre. Pero esos grupos constituyen tanto un factor de nivelación como de diferenciación. Si por un lado dan a la individualidad una formación de grupo o de cuerpo, por otro lado constituyen un círculo protector que le permite desenvolverse conforme a su propia peculiaridad. Pues no ha de olvidarse que el individuo está mucho más desamparado cuando se encuentra formando parte de una masa que cuando vive en una célula social que es elemento integrante.

En una comunidad muy grande, en que todos son iguales, ha de predominar por fuerza lo que es común a todos, lo que es propio hasta de los más inferiores. En este sentido, “lo más general humano” es lo más bajo del hombre. “Lo que es común a muchos ha de ser asequible al espíritu más bajo y primitivo de entre ellos” (Georg SIMMEL, Soziologie. Unterschucungen üben die Formen der Vergellschaftung). Los impulsos y las representaciones más elementales son del denominador común de todas las personalidades. De ahí que las masas sólo se muevan por ideas simplicísimas.

Si el individuo necesita aislarse para desarrollar su genuina personalidad, lo que le aisla precisamente de la masa es la pertenencia a un grupo reducido de personas que tiene, como tal grupo, su personalidad propia de la que el individuo participa. La formación y la cultura que se dan en serie a grandes grupos de hombres están condicionadas por el nivel inferior. La que da la familia puede tener en cuenta todas las especialidades del individuo. Y si se da algún nivel cuando el grupo familiar tiene una personalidad muy acusada, es un nivel superior que mejora al individuo más que lo constriñe. Frente a esa “nivelación”, la libertad individualista es la libertad de la arbitrariedad, la anormalidad y el capricho. Una aristocracia nivela hacia arriba, una democracia nivela hacia abajo. En definitiva, lo que eleva a un tiempo mismo al individuo y a la sociedad no es la demolición, sino el reconocimiento de las comunidades naturales. El Estado democrático las ha demolido, y prosigue incesantemente su tarea de demolición. (…).

“Es la destrucción de toda autoridad en provecho de la única autoridad estatal. Es la plena libertad de cada uno con respecto a todas las autoridades familiares y sociales, pagada con una sumisión completa al Estado. Es la perfecta igualdad de todos los ciudadanos entre sí, al precio de su igual aniquilamiento ante la potencia estatal, su dueño absoluto. Es la desaparición de toda fuerza que no venga del Estado, la negación de toda superioridad que no esté consagrado por el Estado. Es, en una palabra, la atomización social, la ruptura de todos los lazos particulares entre los hombres, que ya no están unidos más que por su común esclavitud frente al Estado. Es, a la vez, y por una convergencia fatal, el extremo del individualismo y el extremo del socialismo” (Bertrand DE JOUVENEL, Du pouvoir). (…).

Ni la sociedad por sí misma, ni el Estado por sí mismo pueden resolver la crisis. La sociedad está tan atomizada, están tan dispersos sus elementos, que ahora es verdaderamente cuando podría darse el supuesto de un contrato social, si quedara aún algún filósofo inteligente para proponerlo. Pero lejos de eso, la posibilidad de un libre convenio de libertades individuales lo mismo puede llevar al acuerdo que a la no avenencia. En la disolución de la sociedad y en su artificiosa reconstrucción jurídica por el Estado absoluto está el origen de todos los separatismos.

El Estado tampoco puede, porque la reorganización de la sociedad es una tarea eminentemente social. El crecimiento orgánico ha de producirse de modo natural, y con libertad, dentro de la sociedad misma, y dentro de ella deben formarse los jefes que arrastren y eduquen a los demás. Para que los individuos vuelvan a sentirse vinculados a los grupos, con una misión y una responsabilidad dentro de ellos, es preciso que esos grupos existan y tengan vida autónoma. Mas para que puedan tenerla y no caigan al servicio de intereses bastardos, de sus componentes o de sus iguales o superiores, necesitan una autoridad por encima de todos. Esa autoridad es el Estado; ahí está el papel del Estado en la reconstrucción social, como lo estuvo en la formación y en la evolución normal de la sociedad: en gobernar a la sociedad sin destruirla, en permitirle que sea libre, pero que sea libre ella con su libertad propia, hecha posible por la existencia del Estado, pero no delegada ni arbitrariamente atribuida por el Estado.

Es decir, el Estado, para servir a la sociedad, para ser forma que contenga y mantenga la vida social, ha de separarse de la sociedad y recobrar su soberana independencia, renunciando a las dos formas de confundirse con ella: la de constituirse a sí mismo conforme a la voluntad popular, y la de constituir a la sociedad conforme a su voluntad dictatorial.

Si el Estado quiere tener una base social, “tiene que desprenderse primero de su omnipotencia, separar sus círculos de funciones, para hacer posible una vida social autónoma, genuina”. JUNG, …, reconoce que tampoco es propio del pensamiento orgánico dejar a las partes la formación de un todo. Las partes mismas necesitan ser alimentadas por el todo, y por él ajustadas y llevadas a armonía, si han de llenar su tarea. La polaridad de lo orgánico exige una acción recíproca de abajo y de arriba, que es al mismo tiempo de tensión y de concentración. Debe haber zonas del Derecho rodeadas de tales vallas protectoras que ni la arbitrariedad del Estado pueda osar remontarlas. Por el contrario, el Estado tiene la alta misión de cuidar que esos derechos no sean amenazados o destruidos por fuerzas superiores. El Estado garantiza los derechos de los grupos sociales, y es, por tanto, el enemigo de todo absolutismo, de cualquier parte que venga (Edgar J. JUNG, Die Herrschaft der Minderwertingen).

Bien fácilmente se comprende que la autoridad que necesita el Estado para cumplir esa alta misión es mucho más plena, vigorosa y auténtica que la autoridad con que en la edad democrática pretende cumplir todas las funciones sociales. Esta segunda autoridad es la fuerza de la revolución o de la dictadura, fuerza llena de debilidad y de miedo.

El totalitarismo de Estado no es consecuencia del principio de autoridad, sino de la falta de autoridad de la democracia. Es tan sólo una tentación de los gobiernos autoritarios el seguir en esa dirección, pero se equivocan. No pierden nada de su autoridad, antes la fortalecen, si permiten la vida social orgánica.

Libertad y autoridad no sólo no constituyen una contradicción de difícil salida, sino que están tan recíprocamente condicionadas, que no pueden existir la una sin la otra, ambas entendidas según la verdadera naturaleza de la sociedad y del Estado. De la misma manera que es un error funesto creer que se aumenta la autoridad extendiéndola hasta el absolutismo, no lo es menos el pensar que se fomentan las libertades desviándolas por el sendero de los derechos individuales, únicos que tiene todavía en su cabeza el hombre moderno cuando piensa en la libertad: libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de sufragio, libertad de cultos. Estas libertades son la libertad de la destrucción y el rebajamiento.

El Estado no puede continuar siendo una abstracción muerta sobre una sociedad muerta, víctima de las fieras que lo apresaron o de los gusanos que lo descompusieron. El Estado debe encontrar de nuevo una encarnación personal, porque sólo en la persona está la vida, y en la vida, la independencia; porque, vinculado el poder en la persona, y a lo largo del tiempo en la familia, puede seguir siendo independiente de la sociedad sin dejar de estar unido a ella por el más noble, el más personal y el más social de todos los vínculos, el de servicio.

Esta es la esencia de la Monarquía, y ahí se encuentra todavía su porvenir, si hubiera pueblos y príncipes capaces de entenderla. La erección de un poder personal y hereditario es, en su realización histórica, y en su significación sociológica, la mejor expresión de la relación entre Estado y sociedad, porque de esa forma lo más alto del Estado queda fuera de la lucha de la sociedad y de la victoria de una clase.

Por eso, en la época de la concepción republicana del Estado, en la de las revoluciones sociales, en la época de MARX, podía afirmar atrevidamente Lorenz VON STEIN: “No hay duda posible: la representación del Estado independiente y de la vida que le es propia no puede ser otra más que la monarquía. La monarquía no es simplemente una posible salida o solución del deslizamiento del Estado a la sociedad: es una grandiosa necesidad para la vida y la libertad de los pueblos”. Más aún: “La monarquía es la única parte del Estado que tiene por sí misma el derecho de su existencia. La monarquía no es un artículo de la Constitución, un mandatario del pueblo, una institución; es más bien el supuesto inmediato e incondicionado de toda Constitución, de toda forma de Derecho Público” (Das Königtum, die Republik, und die Souveränität der franzosischen Gesellschaft seit Februarrevolution 1848).

Esta es la esencia de la Monarquía, su función social. Por eso, cuando la sociedad conquistó el Estado y le quitó su independencia, la monarquía fue cayendo abajo en todas partes. O era un simple adorno, o era un verdadero obstáculo.

La caída de las monarquías ha dado una doble lección: que cuando el poder político pierde su independencia, la sociedad se disuelve, y cuando el poder político pierde su independencia, pierde él mismo su razón de ser.

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