El Tribunal Constitucional ha declarado nulos, total o parcialmente 23 de los 34 artículos de la Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización de los derechos históricos de Aragón. Esto supone invalidar de facto la ley aprobada hace poco más de un año por las Cortes aragonesas a iniciativa del gobierno del socialista Javier LAMBÁN, que consideraba a Aragón como una “nacionalidad histórica de naturaleza foral”,
informa el diario El Mundo
(20-12-2019).
A
lo largo de sus 56 folios, la sentencia incide en que la norma aragonesa no
sólo contraviene principios constitucionales, sino el propio Estatuto de
Autonomía de Aragón. El capítulo referido a la nacionalidad y los derechos
históricos es el que merece los mayores reproches del Alto Tribunal, que
rechaza de forma taxativa que Aragón sea una nacionalidad histórica de
naturaleza foral. Al mismo tiempo, niega que se puedan hacer extensivos los
derechos reconocidos a los territorios históricos recogidos en la Constitución. Igualmente ,
considera inconstitucional el carácter originario e imprescriptible de los
derechos históricos del pueblo aragonés, dado que los harían "inmunes a la fuerza de obligar de la Constitución ".
La norma
impugnada establece que la bandera autonómica ocupe el lugar preferente en los
edificios públicos, pero el Constitucional recuerda que la utilización conjunta
de la bandera sólo puede ser regulada por el Estado y el precepto contraviene
una ley nacional de 1981 que ya establece la preeminencia de la bandera
española en todos los edificios públicos.
Respecto al
patrimonio, el Constitucional niega el derecho histórico a que regresen todos
los bienes fuera de la
Comunidad o el establecimiento de un derecho preeminente en
la dirección y gestión del Archivo de la Corona (esto resulta más que cuestionable, cuando
el mismo Tribunal ha reconocido la vigencia del principio de unidad de archivo
para que el Archivo de la Corona
permanezca en Barcelona, y ha negado su eficacia a fin de permitir el desguace del
Archivo de Simancas, en beneficio naturalmente de la Generalitat de Cataluña).
Otra de las
cuestiones sustanciales reguladas en la citada ley era la de considerar el agua
como "patrimonio común de
Aragón" y la de establecer la recuperación de su gestión. El
Constitucional sostiene que la norma aragonesa "desconoce" que todas
las aguas superficiales y subterráneas "forman parte del dominio público
estatal". Además, señala que asumir la gestión por parte de las
instituciones aragonesas "traspasa
los límites" fijados en una sentencia del propio tribunal de 2017.
Con posterioridad,
el llamado “Partido Carlista de Aragón” ha
emitido un comunicado en el que declara:
“Estos días pasados hemos leído en la prensa
que el Tribunal Constitucional ha tumbado veintitrés artículos de la Ley de Derechos Históricos de
Aragón. No entramos a valorar jurídicamente la sentencia, pero sí queremos
manifestar nuestra sorpresa e incredulidad por la falta de reconocimiento a la
foralidad en nuestra tierra. Los militantes del Partido Carlista en Aragón
creemos que cuestionar la foralidad de Aragón es ignorar deliberadamente su
historia y la creación de la
Corona de Aragón, así como la abolición de sus fueros por
derecho de conquista. Esperamos que alguien con sentido común haga que se
cumpla el texto de la
Constitución en el que se dice que todos los españoles somos
iguales y que los políticos aragoneses encuentren y reivindiquen una salida que
reconozca nuestra foralidad, lo cual no debe suponer una anormalidad ni novedad
en nuestro ordenamiento jurídico, ya que en otras comunidades de nuestro Estado
está reconocida”.
Desde esta
misma tribuna, el blog “Carlistas de
Aragón”, ya hemos publicado varios posts
sobre este tema, por lo que no nos queda sino volver a poner de manifiesto
lo que entendemos como genuina actitud del tradicionalismo político español en
relación con esta cuestión.
Con motivo
de la aprobación de la Ley
que ahora el Tribunal Constitucional ha declarado contraria a las normas del
bloque de la constitucionalidad, ya publicamos un artículo en el que
señalábamos que uno
de los peores sofismas del pensamiento liberal es el que identifica la Nación con el Estado, sobre
la base del concepto de soberanía. De acuerdo con este planteamiento, el Estado
constituye un orden político territorial y cerrado, que centraliza todos los
poderes sociales y que disfruta de soberanía, en definitiva, de la capacidad de
justificar ab origine todas sus
decisiones, porque provienen del rey absoluto o del pueblo soberano y sus
representantes.
La relación
histórica de los fueros y libertades tradicionales de Aragón contenida en la
exposición de motivos de la nueva Ley, comentábamos, es sencillamente grandiosa
y es algo de lo que todos los aragoneses podemos sentirnos legítimamente
orgullosos. El fiasco llega al final, cuando se trata de empalmar, sin solución
de continuidad, con el Estatuto de Caspe de 1936, con la transición, el régimen
preautonómico, etc.
Entre
líneas se deslizan otras logomaquias y paralogismos. Se afirma que “la esencia del antiguo Reino de Aragón eran
sus Fueros, que emanaban de una concepción pactista del poder”. Cierto, la
cuestión es que hay que tener en cuenta la diferencia entre el pactismo
tradicional y el moderno o revolucionario, entre la concepción del pactismo que
subyace al régimen tradicional de los Fueros y la que se deduce de un Estatuto
de autonomía en un régimen constitucional (v.
J. VALLET DE GOYTISOLO, El pactismo de
ayer y de hoy, Revista VERBO, nº 503-504 (2012), pp. 229-240).
Por
si había alguna duda al respecto, el Presidente del Gobierno de Aragón nos
proporcionaba una pauta interpretativa: “La
historia no da derechos, los derechos los da la Constitución ”.
Estaba usted en lo cierto, Sr. LAMBÁN, lo reconocíamos de plano, pero ahí
estribaba precisamente el problema real. La Constitución siempre da derechos, los que considera oportunos
y determina la oligarquía ideológica dominante en cada momento, mientras que la
autoridad tradicional reconoce y ampara los derechos y libertades de
comunidades sociales de distinto ámbito (territorial, profesional, familiar y
personal), que disponen naturalmente de potestades de autarquía, para regirse
de forma orgánica, pero que carecen de signo político y que, por tanto, no son
ni quieren ser meras terminales de los organismos estatales o paraestatales que
parasitan el cuerpo real de la
Nación.
¿Cuándo
nace el tradicionalismo? Aparece como doctrina cuando empieza a deteriorarse
primero y a verse combatido después en la vida de las comunidades y de las
instituciones. En el fondo, cuando toma cuerpo el gran enemigo del orden
tradicional de la
Hispanidad : el Estado moderno. El primer hito histórico en
este sentido es el conocido como Manifiesto
de los persas (1814), en el que un grupo de 69 diputados, liderados por
Bernardo MOZO DE ROSALES, pide el restablecimiento del orden tradicional de las
Españas, frente al primer asalto del liberalismo a las instituciones patrias,
consagrado en el texto de la
Constitución de Cádiz de 1812. No se pide, sin más, el
retorno al llamado Antiguo Régimen, puesto que se censura expresamente al
absolutismo, designado con el nombre de “despotismo
ministerial” (o ilustrado), sino que se defiende la monarquía tradicional
como “una obra de la razón y de la
inteligencia … subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas
fundamentales”, solicitando la inmediata “celebración de unas Cortes especiales legítimamente congregadas, en
libertad, y con arreglo en todo a las antiguas leyes”, que constituyen la
verdadera “y la antigua Constitución
Española”, a diferencia de las que tuvieron lugar en Cádiz.
“La idea de que los
hombres, para vivir una vida civil, deben integrarse en unidades políticas
territoriales, formando una sola masa humana, sometida a un único poder,
racionalizada y reglamentada por una misma norma positiva, y de que tales
unidades territoriales están encerradas en fronteras que limitan la órbita de
aquel poder y de aquella ley, eso, que es lo que propiamente llamamos Estado,
eso es una creación relativamente moderna” (Álvaro D’ORS, Nacionalismo en crisis y regionalismo funcional).
En
este sentido, el profesor Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ se pregunta en “LA REGIÓN Y EL CAMBIO. El Estado de las
autonomías frente a la doctrina foral” (Verbo números
247-248, 1987): “¿Existe hoy - … - en la España actual alguna
parcela de la vida social que el Estado no aspire a controlar y dirigir desde
la atalaya de los poderes legislativo y ejecutivo? Resulta paradójico que
cuando más se habla de autonomía regional y municipal, aparezca el «Boletín
Oficial del Estado» repleto de leyes y decretos que desconocen por sistema el
principio de subsidiariedad y conculcan aun los más elementales derechos de la
comunidad familiar”. La respuesta la da el mismo autor en los párrafos
siguientes: “La necesidad de esa revisión
fundamental – del concepto de Estado – constituye
uno de los postulados más vigorosos y originales de la escuela tradicionalista
española. Frente a las restantes teorías sobre la articulación
político-administrativa del Estado y de la regionalización de su estructura,
incapaces de superar el presupuesto falso del carácter necesario del Estado,
los tradicionalistas han sostenido con tesón que en una sociedad armoniosa debe
existir un variado complejo de cuerpos intermedios, dotados de autonomía
propia, y un poder supremo encargado de armonizarlos y servirles de complemento,
pero no un Estado soberano entendido a la moderna usanza – tampoco, por las
mismas razones, apuntamos nosotros, una especie de super-Estado global que
actúe a través de las terminales de los antiguos Estados nacionales -. (…).
No se trata, ciertamente, de un proyecto fácil, pues supone nada menos que
«rehacer la sociedad desde sus cimientos»: de ahí que los restantes
reformadores de la España
contemporánea, los de ayer y los de hoy, precisamente porque no han sido
capaces de sobreponerse al estatismo ambiental, hayan tildado de irrealista o
utópico al tradicionalismo español. Sólo desde sus planteamientos será viable,
sin embargo, emprender una acción política de envergadura que no esté abocada,
antes o después, a un retorno al punto de partida. O a un incremento del
Leviathán estatal a través de algún derrotero insospechado: precisamente lo que
está ocurriendo con el «Estado de las autonomías»”.
Por
un lado, se debe proceder a una revisión
del concepto del Estado a la luz del principio de subsidiariedad, ante
todo, porque su naturaleza es análoga a la de las restantes agrupaciones que
constituyen naturalmente la comunidad. El Estado sólo justifica su existencia
en la medida en que suple la incapacidad de otros grupos menores para el
cumplimiento de sus fines propios. El Estado tiene una misión específica que
cumplir, importante pero limitada: debe promover las condiciones necesarias
para que los cuerpos sociales puedan asumir sus competencias y satisfacer
cuantas necesidades excedan a la capacidad de éstos. VÁZQUEZ DE MELLA hablaba,
en este sentido, de una doble función del Estado: función de protección o
amparo de los cuerpos inferiores – momento estático
de la acción estatal – y función de coordinación y dirección de la constelación
de poderes sociales – momento dinámico
de la acción estatal -.
Por
otra parte, es imprescindible replantearse
el concepto moderno de soberanía del Estado a la luz de los principios de
nuestra doctrina política tradicional. Debe rechazarse su pretendido
carácter absoluto, en favor de una simple autonomía funcional u operativa para
el cumplimiento de sus fines propios. VÁZQUEZ DE MELLA propuso en este ámbito
su teoría de la doble soberanía: la soberanía política y la soberanía social, concebidas no como
antitéticas, sino como complementarias. Señala el profesor GAMBRA GUTIÉRREZ, en
este sentido, que “(…) la única
concepción del poder conciliable con el principio de subsidiariedad es de
carácter teleológico: la atribución a cada entidad social o cuerpo intermedio,
en la medida en que cumple unos fines que le corresponden específicamente, de
una esfera de competencia autónoma o soberanía funcional”.
Partiendo
de esta premisa, este mismo autor concluye que “la doctrina regionalista, tal y como la han postulado durante más de
un siglo los tradicionalistas españoles, es fácil de entender a la luz de los
principios antes enunciados. Aparece como la única vía sensata para resolver la
pugna inveterada entre el centralismo y los nacionalismos separatistas”. En
apoyo de este aserto, torna a citar a MELLA: “Hay una tercera y única vía de afirmar España tal como la hicieron los
siglos y existe todavía: como una unidad superior formada por regiones, muchas
de las cuales fueron estados independientes y algunas gérmenes de naciones,
pero que no llegaron a serlo porque se lo impidió la unidad geográfica
peninsular y no se bastaban a sí mismas para satisfacer sus necesidades, y
tuvieron que enlazarse y juntar parte de su vida con los otros, lo que les dio
a todos, sobre una variedad opulenta, rasgos comunes que sólo la pasión puede
desconocer”.
El
regionalismo tradicionalista parte de la consideración de la región como uno de
los cuerpos intermedios, cuya personalidad social, aniquilada por el
centralismo e ignorada por las fórmulas de desconcentración administrativa, es
preciso reconocer y restaurar, y con ella sus legítimas competencias y la
esfera de autonomía a que tiene derecho. En relación con esta última afirmación
es de todo punto necesario aclarar los términos de una querella envenenada -
¡cómo no¡- por las logomaquias de la doctrina liberal. El tradicionalismo
político español ha vinculado siempre el concepto de región al concepto moral y
natural de patria, y no al político y
tendencialmente polémico de nación,
entendido este último al modo revolucionario.
La
región-patria se fundamenta en una tradición familiar ampliada o expandida. Se
trata de un concepto abierto, unitivo (federativo) y no exclusivista, fundado
en principios de amor y fecundidad, que postula la existencia de una jerarquía
de patriotismos sucesivos y complementarios que se escalonan, en círculos cada
vez más amplios, desde la base hasta la cima de la sociedad. De acuerdo con
este planteamiento, las regiones, al igual en cierto modo que los municipios
son patrias chicas, germen de las patrias grandes.
En
cambio, el concepto de nación resulta
extremadamente deletéreo y peligroso en este terreno, como ha demostrado
tristemente la experiencia histórica, dado que sus connotaciones jurídicas y
políticas lo han convertido, en su versión contemporánea y postrevolucionaria,
en un instrumento de lucha y de poder, fuente de constantes conflictos
políticos.
Por
tanto, es un grave error y una genuina conquista revolucionaria confundir
región-patria con nación. Este error ha conducido a determinados regionalismos
españoles a una dinámica perversa. Por un lado, su exaltación
nacional-regionalista les ha empujado hacia posturas secesionistas, y por el
otro, de forma dialéctica o indirecta, ha producido una actitud de rechazo al
regionalismo en quienes temen por la unidad e integridad de la patria común,
España. Este nacionalismo no es sino un “remedo
del mito del poder central”, ya que el “nacionalismo
del Estado español fue quien provocó el nacionalismo de las regiones que,
naturalmente, tendieron a convertirse en Estados ellas también”
(D’ORS). Este planteamiento ha
desplegado una influencia nefasta en el texto del título VIII de la Constitución de 1978
y, por ende, en el “Estado de las
autonomías”.
JAVIER ALONSO DIEGUEZ
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