El regionalismo tradicionalista se fundamenta en la defensa de la institución de los fueros. En el contexto moderno y contemporáneo, podemos definir los fueros como los usos y costumbres jurídicos creados por una comunidad de ámbito regional, elevados a norma jurídica con valor de ley escrita por el reconocimiento pactado con la autoridad estatal de su efectividad consuetudinaria (F. ELÍAS DE TEJADA, ¿Qué es el carlismo?)
Los
carlistas defendieron en el siglo XIX, durante tres guerras sangrientas, la
legitimidad y vigencia de sus fueros frente a la voluntad uniformizadora del
Estado liberal. Lo hicieron porque amaban sus tradiciones y porque en sus
fueros veían la garantía segura de unas libertades reales y tangibles frente al
mito de la libertad abstracta, a cuya sombra presentían, agazapado, el imperio
avasallador del Leviathán moderno. Los teóricos del tradicionalismo fueron
desarrollando toda una doctrina foralista, y pusieron de relieve el carácter
que los fueros habían tenido en la historia de España de barreras defensoras
del círculo de actividad de cada comunidad concreta, y de cauce por el que
fluía la acción libre y espontánea de los hombres en el marco de las sociedades
intermedias.
Los
derechos forales fueron, y siguen siendo allí donde no se han extinguido, “una de las manifestaciones más claras de la
verdadera autonomía, de la libertad de una determinada región para crear su
propio Derecho dentro de un superior marco jurídico común y sin quiebra de la
unidad nacional” (Álvaro D’ORS, Autarquía
y autonomía). La verdadera autonomía regional, frente a las actuales
fórmulas estatutarias, que se orientan hacia la autarquía y el separatismo,
deben entenderse precisamente como la libertad de establecer el propio Derecho,
no de una forma absoluta, sino integrada dentro de un orden superior
heterónomo.
El
ámbito restringido de los Derechos forales es precisamente la garantía de que
se mantengan como verdadero Derecho, un Derecho vivo caracterizado por lo que
Juan B. VALLET DE GOYTISOLO llama su “tactilidad”,
es decir, una perfecta adecuación a las realidades concretas, fundada en medios
armoniosos de percepción jurídica que permiten al Derecho foral “captar el orden de la naturaleza y dar un
sentido unívoco y realista al Derecho natural que dirime la prevalencia entre
las leyes y costumbres cuando unas y otras no están concordes con él”.
Frente
a la concepción racionalista, constructivista y positivista, que hace emanar
todo el Derecho del Estado, con un carácter lineal y abstracto, carente de
auténtica vivencia de la realidad concreta, planificado normativamente y no
susceptible de control judicial, el Derecho foral conserva una raíz
eminentemente popular en su elaboración y el sentido de orden judicial
conducido por prudentes del Derecho y no por los representantes del pueblo en
abstracto, en buena medida gracias al carácter acotado y por eso mismo
humanizado del espacio en que se desenvuelve. De ahí procede la aversión a los
fueros que muestran los administrativistas y los demócratas en general, que
exigen que los Derechos forales pasen por el tamiz de un poder legislativo
democrático, portavoz oficial de una voluntad general que se reputa única,
infalible y absoluta. “La democracia
sacrifica en este aspecto, como en tantos otros de la vida, lo realmente
popular a su propia teoría” (Álvaro D’ORS, Autarquía y autonomía).
En
la práctica, la vigencia de los fueros se ha mantenido especialmente en el
ámbito del Derecho privado. El pensamiento tradicionalista insiste en la
importancia que el Derecho privado reviste en la configuración de un genuino
regionalismo jurídico: “no hay que
olvidar que el Derecho privado es siempre el fundamento de todo Derecho, y la
fuente de la misma juridicidad del ordenamiento público. Es precisamente en el
ordenamiento privado, en el régimen de la autonomía privada, donde el concepto
de fuero se impregna de juridicidad y se convierte en el módulo necesario para
una autonomía de Derecho público, que no se confunda con toscas actitudes
políticas extrañas al Derecho. Porque el Fuero es esencialmente Derecho y no
política, se contrapone al módulo con que a veces se trata de conseguir un
resultado similar por esa vía puramente política, que es el Estatuto” (Álvaro
D’ORS, Autonomía de las personas y
señorío del territorio).
El
Fuero responde a una tradición preestatal, pero en ello estriba precisamente su
grandeza. No emana del Estado, es previo a él por su historia – de raíz
medieval – y por sus fuentes – el Derecho civil consuetudinario -. Esto mismo
da razón de su carácter de barrera, garantía de verdadera libertad, frente a la
ambición del Estado, así como de su carácter abierto y su admirable capacidad
de armonía con órdenes jurídicos más amplios sin merma de las unidades políticas
de ámbito superior.
¿Qué concepción de España subyace en
la formulación del “Estado de las
autonomías”? Se han invocado como precedentes la Constitución
americana, la alemana (que realmente no fue ab
origine una constitución en sentido formal, por las peculiares
circunstancias que concurrieron en el momento “constituyente”), el modelo italiano e incluso el federalismo de la Primera República
o la Constitución
“federable” de la Segunda.
En general, por lo que respecta a los
argumentos de fondo, hay cierta coincidencia en dos puntos básicos:
1.
La nueva articulación autonómica
supondría un intento de revisar la “ideología
del interés general” – concepto distinto y alternativo al principio moral
del bien común – sobre la que hasta ahora se había fundamentado la acción
administrativa: una administración centralizada y todopoderosa, sometida a un
ineficaz control político por los representantes agrupados en las asambleas
parlamentarias. El modelo de Administración heredado de la la Revolución Francesa
ha gozado, como ya afirmaba TOCQUEVILLE, de un poder tal “que jamás había sido concebido, antes de nuestro tiempo, por los reyes
de Europa”, al tiempo que la experiencia histórica cuestiona seriamente el
postulado rousseauniano según el cual “obedecer
a la Administración
es obedecer a la Ley ,
o lo que es lo mismo, al pueblo soberano”. De acuerdo con este
planteamiento, estaríamos en presencia de una crisis de legitimación
democrática de la
Administración moderna y se impone la necesidad de sustituir
la “ideología del interés general” por
la “ideología de la participación”,
consistente en completar el sistema de democracia representativa por
instituciones de democracia directa, desplazando simultáneamente la discusión
de los problemas del centro a la periferia (Santiago MUÑOZ MACHADO, Derecho público de las comunidades
autónomas). Se trataría de aplicar un terapia basada en el supuesto
axioma liberal de que “los defectos de la
democracia, con más democracia se curan”. El objetivo declarado consiste en
“implantar una presencia viva y
cualificada de los intereses comunitarios en el interior de la propia
estructura administrativa, eliminando la radical contraposición anterior entre
Estado y sociedad”. Por un lado, se proclama que la participación ciudadana
no puede limitarse a las instancias políticas, es decir, a su representación en
las cámaras legislativas y que debe extenderse a otras instancias organizativas
que articulan la sociedad. Pero finalmente, la presencia popular se encauza de
hecho, en todas y cada una de esas instancias, a través de los mecanismos
habituales de carácter individualista e inorgánico de la democracia
representativa de inspiración netamente liberal que rigen en el escalón supremo
del Estado.
2.
En este contexto, el “Estado de las autonomías” supondría un
retorno a la pluralidad de la
España preborbónica pero corrigiendo, claro está, las
deficiencias de un sistema que en el pasado habría sido en todo caso
irracional, caótico y feudalizante.
El profesor GAMBRA GUTIÉRREZ concluye
que el “Estado de las autonomías” es
un modelo estrictamente revolucionario: “Es
patente, tanto si se considera el espíritu de sus autores como la filosofía
política que le sirve de apoyo, que nos hallamos en presencia de un intento
ambicioso de organizar, de imponer desde arriba, desde la cumbre del poder, un
nuevo «modelo de sociedad» que se concibe otra vez, en consonancia con los
criterios racionalistas y mecanicistas de la politología contemporánea, como un
intento – en expresión de LOEWENSTEIN – de «traspasar la física de NEWTON a la
realidad socio-política», con un absoluto desprecio por las exigencias del
Derecho natural. (…). Es preciso insistir en este punto: el «estatuto» es una
fórmula puramente política, basada no en la autonomía de orden jurídico que
reclama el verdadero regionalismo, conforme al Derecho natural y sumisa a la
voluntad de Dios y al orden por Él creado, compatible por ello con un orden
jerárquico de cuerpos intermedios, sino en la autonomía abstracta y
voluntarista de origen kantiano, revolucionaria. Implica, teóricamente al
menos, el fraccionamiento parcial del poder legislativo, pero sin renunciar
para nada a su fundamentación en la potestad de la Voluntad general y en el
imperio absoluto de la Ley
y no, como en el Derecho foral, en la autoridad del Derecho y de la tradición”.
Este modelo trata de instrumentar una
esfera de autonomía para las entidades regionales y municipales, olvidando que
para revitalizar la sociedad, desmasificándola, liberándola del totalitarismo
tecnocratizado, es necesario comenzar desde sus bases, porque resulta
contradictorio comenzar desde arriba, imperativamente, mecánicamente .
La inspiración en los dogmas clásicos
de la Revolución
es patente, desde el momento en que se reafirma la relación dialéctica entre lo
político-estatal y lo privado-personal sobre la base
intangible del dogma de la soberanía popular como fundamento exclusivo de la
autoridad y del orden constitucional. El “Estado
de las autonomías” se arbitra como una suerte de tour de force que pretende corregir algunos de los efectos
secundarios e indeseados de la democracia moderna sin renunciar a los
principios teóricos erróneos de que traen causa. “Corregir los vicios intrínsecos de la democracia con una sobredosis de
democracia: ésa ha sido la fórmula; una fórmula de talante contradictorio”,
que responde nuevamente a los esquemas de la dialéctica moderna, la lógica de
la contradicción, buscando una síntesis superadora a partir de la negación de
la negación.
En plena coherencia con el rechazo
consciente de la doctrina clásica sobre los cuerpos intermedios, se consagra al
más alto nivel del ordenamiento del Estado el “principio de las nacionalidades”, germen de guerras y conflictos
sin número en la historia reciente de España, de Europa y de todo el mundo.
“Es cierto en este sentido que en el artículo 2 de la Constitución se habla
de «la indisoluble unidad de la
Nación española», pero no lo es menos que a renglón seguido
se garantiza «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran». Y como en el artículo primero se afirma que «España se constituye en
Estado social y democrático» no es aventurado afirmar que, en su versión
oficial, España queda reducida a un Estado plurinacional de corte federal que
recuerda de forma inquietante a la «Nación pluriestatal» prevista en el
proyecto constitucional de la
I República : sólo se diferencia por un trueque irrelevante en
el uso de las palabras Nación y Estado, pero el fondo es el mismo. Juego de
palabras que, dicho sea de paso, es un buen reflejo del carácter puramente
artificial, sin fundamento en la naturaleza de las cosas y en la historia, de
la moderna alquimia constitucional.
(…). Se ha abierto la caja de Pandora y se ha dado por
bueno ese grave error dentro del regionalismo español que antes denunciábamos:
la inspiración nacionalista. De ahí a una peligrosa quiebra de la unidad
española, susceptible de desembocar en la desintegración, no hay mucha
distancia, porque, como ya hemos apuntado, el concepto de nación es altamente
político y polémico, empapado de filosofía revolucionaria en su acepción
actual. Como dijera OSSORIO y GALLARDO, «todo núcleo humano que se siente
nación se juzga con derecho a un Estado; que es la representación jurídica de la Nación , y en cuanto surge
un Estado, brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de
independencia».
Puesto que los Estatutos de las «nacionalidades» y sus sucesivas reformas se fundamentan jurídicamente, por imperativo
constitucional, sobre el refrendo plebiscitario de la volonté générale, el que se invoque su derecho a la autodeterminación no supone, al menos desde la
perspectiva dogmática de este orden jurídico, ninguna aberración, sino la
consecuencia lógica de las premisas sobre las que éste se asienta, en
particular del llamado “principio de las
nacionalidades”.
Continúa diciendo el profesor GAMBRA GUTIÉRREZ, en una
cita que va a ser larga en atención a su excepcional interés: “Considerado el «Estado de las autonomías»
desde la intención de sus artífices, resulta un pandemonium al servicio de un
triple sistema de intereses (…):
1.º) Las apetencias de los partidos nacionalistas vasco y catalán, (…). [En este sentido resulta esclarecedora la lectura de los recientes posts publicados en los blogs del diario El País, en los que se recuerda la sorpresa y la indignación que
produjo en las cúpulas de los partidos estatales el conocimiento de las
reuniones que los artífices del nuevo texto constitucional mantenían aparte con
los nacionalistas vascos y catalanes. Y es que éstos exigían su propia tajada. Periódicamente se escuchan
quejas de los partidos estatales sobre el sistema electoral que otorga un papel
decisivo a los partidos nacionalistas en la gobernación no tanto de sus
respectivos territorios, que les han sido prácticamente conferidos como feudos
propios, sino especialmente en la gobernación del Estado. A la hora de la
verdad, ni siquiera el primer gobierno presidido por Mariano RAJOY, que gozaba
de una mayoría absoluta de una magnitud desconocida hasta entonces, se atrevió
a modificar la ley orgánica de régimen electoral. Como reza el viejo brocardo
forense, “facta, non verba”].
2.º) La ambición de poder de los partidos políticos en general, y su deseo
de intensificar su control de la sociedad, que constituye un factor de enorme
importancia en el montaje autonómico: ellos van a ser –hay que proclamarlo bien
alto - los grandes beneficiarios de la maniobra. Ello más que nadie, y no los
ciudadanos o las regiones. La moderna politología (…) ha puesto de relieve,
como una constante de las sociedades contemporáneas el hecho de que, con la
aparición del sufragio universal inorgánico, «el partido de masas se impone
como instrumento de promoción y canalización de votos». Bajo las quimeras de Voluntad general y Democracia
sólo existen, en última instancia, formas de oligarquía detentadas por el
«staff» de los grandes partidos que se disputan el poder y, en su busca,
manipulan y canalizan a su antojo esa inefable, por inexistente, Voluntad
general.
(…) las autonomías son una mera fórmula técnica de descentralización
destinada a garantizar un más minucioso y exhaustivo control de la vida
regional, provincial y municipal por el partido político. La democracia
participativa – el Estado de las autonomías – se presenta así como un progreso
en la evolución de los partidos en su tendencia a controlar la vida política
española: un estadio en el incremento de su «densidad organizativa».
En épocas anteriores de la historia de España los partidos políticos
carecieron de una estructura de ámbito regional o local adecuada para dirigir
con eficacia la vida política española. Fuera de los organismos estrictamente
oficiales, su implantación era escasa y tropezaba con espacios sociales
impenetrables y abundancia de «poderes fácticos». La distancia entre la «España
oficial» y la «real» era demasiado espectacular y, para asegurar los resultados
electorales, los políticos de Madrid se veían precisados al empleo de torpes
mecanismos de influencia y presión que fácilmente podían ser, y de hecho lo
fueron, tildados de ilegales y antidemocráticos.
Con el sistema autonómico la situación cambia radicalmente y los partidos
pueden infiltrarse en el tejido de la vida regional y local sin riesgo ni mala
conciencia. Al contrario: presentando el incremento de su influencia y
capacidad de acción como un cauce de liberación de la sociedad, mejor
representada desde ahora, libre de grupos o intereses no controlados desde el
parlamento, más democrática y progresista.
Los partidos políticos podrán hacer y deshacer a su antojo sin que exista
freno al desenvolvimiento de sus apetitos: ni un sentimiento de unidad y
dignidad nacionales, ni tampoco unas instituciones o minorías rectoras
regionales no controladas, que serán barridas por el nuevo sistema. Las élites
naturales, tan necesarias para encauzar la vida social y frenar las ambiciones
del poder central, serán desplazadas, sustituidas por los profesionales del
partido. VÁZQUEZ DE MELLA había denunciado el caciquismo como un fruto podrido
del centralismo. Un verdadero «neocaciquismo», sin atisbo ninguno de autonomía
propia y mejor controlado que nunca por los partidos, se ha puesto en
funcionamiento. Ya no habrá divorcio entre la España oficial y la real porque la primera ha
privado a la segunda de cualquier capacidad de resistencia.
3.º) El tercer objetivo (…). No sólo va a conseguirse la eliminación de las
élites naturales: también la del sentido común de los ciudadanos en aquellos
sectores – vida regional y local – no plenamente contaminados por la acción
política de masas.
SCHUMPETER observó que «cuando el ciudadano medio entra en el dominio de la
política cae automáticamente en bajo nivel de rendimiento mental», en un
infantilismo que garantiza su control por la oligarquía partitocrática. Instado
a decidir sobre cuestiones de las que no entiende, sus reacciones se hacen
elementales, simplistas, fácilmente teledirigibles mediante una propaganda
oficial. Una propaganda dotada por los medios de comunicación actuales de una
densidad y eficacia inimaginables en épocas pretéritas.
(…), la politización de la vida regional y local, su incorporación, merced
al mecanismo de las autonomías, a la gran política de masas del Estado
democrático, implica la penetración por su estilo y modos de acción de todo el
entramado social. Y la eliminación de lo que aún pudiera quedar en esos
escalones de libertad, de independencia frente al imperio de la voluntad
oficial, del sentido común que proporciona el contacto directo, no mediatizado,
con las realidades concretas accesibles al entendimiento del hombre corriente.
Esta es la reforma, el gran cambio de la sociedad española que exigen
machaconamente demócratas y socialistas: la imposición a toda la sociedad de
las reglas del juego que ellos conocen y saben manipular, la eliminación de los
focos de resistencia que se niegan a aceptar el «modelo» propugnado por ellos.
La conclusión que puede extraerse de estas consideraciones está en la mente
de muchos españoles responsables: nada en el «Estado
de las autonomías» se asemeja a la revitalización de los cuerpos
intermedios que reclama la escuela tradicionalista española, partidaria de
restaurar en España la fecunda tradición foral y un orden social inspirado en
el Derecho natural y cristiano; por el contrario, lo que se ha producido es la
implantación en todos los escalones de la sociedad de un mecanismo uniforme y
uniformizador – el sufragio universal inorgánico -, el único sistema de
representación que la democracia moderna admite y legitima; y con él, los
partidos políticos han dado un paso de gigante en la extensión de su tela de
araña, desde la cima del Estado a los municipios”.
Sirvan
estas reflexiones en voz alta para que cualquier interesado sepa lo que
pensamos algunos que también somos carlistas sobre todas estas cuestiones. No
somos constitucionalistas, y hemos explicado la razón. Tampoco somos
partidarios del llamado Estado de las
autonomías, y también hemos puesto de manifiesto nuestros motivos. Tampoco
somos nacionalistas, y creo que ha quedado claro por
qué no. Ahora que cada cual saque sus propias conclusiones, pero que no
nos traten de embarcar a los carlistas en cualquier contrabando de mercancía
política averiada.
JAVIER ALONSO DIEGUEZ
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