LOS POZOS ILEGALES

Foto: El País

Recientemente, el diario El País publicaba una noticia preocupante sobre el fenómeno de los llamados pozos irregulares o ilegales. Según la crónica de este periódico, “el resultado del trabajo de rastreo realizado en España por los agentes del SEPRONA —el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil— en busca de captaciones ilegales de agua ayuda a comprender la magnitud del problema: en solo cinco meses se han localizado 1.410 pozos que extraen irregularmente agua de acuíferos subterráneos y 47 balsas desde donde se distribuía luego ese recurso, normalmente, a parcelas agrícolas. En total, se ha detenido e investigado a 107 personas y se han localizado captaciones en 42 provincias”.

Realmente, el problema viene de muy atrás, y el SEPRONA viene afrontando este fenómeno prácticamente desde su creación, a finales de los 80. Sin embargo, ni los riesgos o problemas declarados de sobreexplotación de los acuíferos, ni las amenazas latentes del llamado cambio climático han servido hasta ahora para llamar la atención sobre esta cuestión. Es forzoso reconocer que las alarmas han saltado con ocasión de la trágica muerte del pequeño Julen, que tuvo lugar hace unos meses en la localidad malagueña de Totalán.

La intervención de las autoridades, más allá de la encomiable labor desarrollada por el SEPRONA, no ha logrado poner coto a esta auténtica plaga del hurto de un bien público de primerísima necesidad, como es el agua. Las causas son múltiples y complejas. Por un lado, no hay que olvidar que la gestión de los recursos hídricos se ha convertido, como tantas otras cuestiones decisivas, “de Estado” que diríamos hoy, en una bandera discutida en la arena política partidista. Se trata, en la práctica, de un producto más dentro de la amplia panoplia de los reclamos demagógicos en España. Falta, en el ámbito de actuación de los poderes públicos, prácticamente a todos los niveles, y en España tenemos muchos, un estudio serio, científico, y una regulación elaborada conscientemente con la participación de todos los sectores implicados (regantes, consumidores, administraciones responsables de los servicios de suministro, etc.).

Pero es que, además, existe un problema de fondo mucho más operativo, mucho más cotidiano, que es el que explica por qué este tema ha saltado a la luz pública precisamente con ocasión de los tristes acontecimientos a que antes nos referíamos. Para ejecutar un pozo y ponerlo en adecuadas condiciones de servicio, es preciso obtener una serie de permisos y autorizaciones administrativas que, a su vez, requieren la formulación del correspondiente proyecto técnico suscrito por un titulado competente. Esto supone, en primer lugar, un coste para el interesado, no tanto por las tasas que debe abonar, lo que, por otra parte, viene de suyo, como exigencia del más elemental sentido común, por cuanto se dispone de un recurso común y necesario para toda la población, sino, sobre todo, por la contratación del profesional para la elaboración del proyecto y la supervisión de su adecuada ejecución. Es en este último punto donde está en juego la seguridad, del medio ambiente y de las personas.

Y en este ámbito, hay intereses profesionales contrapuestos, que a su vez están dando lugar a una copiosa e interminable litigiosidad entre distintos colegios. La Ley de Aguas remite a la de Minas, y esta, más antigua y en este punto más genérica, a las disposiciones del Derecho civil sobre el aprovechamiento de las aguas. Conceptualmente, parece sencillo distinguir entre las aguas que se alumbran con destino a la transformación de terrenos agrícolas en regadío, y las que se extraen con vistas a su aprovechamiento minero-industrial, minero-medicinal o termal. Pero en la práctica es preciso distinguir las exigencias derivadas de una correcta gestión del dominio público hidráulico, o del demanio minero, de las que responden más bien a la salvaguarda de la seguridad de las personas, los bienes o el medioambiente. Y en relación con este último aspecto donde surgen las controversias y perplejidades hermenéuticas en la aplicación de nuestro, por lo demás, prolijo ordenamiento jurídico. Hay que tomar decisiones que clarifiquen el marco legal, y esas decisiones corresponden al legislador, y en un régimen parlamentario a la iniciativa del gobierno de turno. Pero nadie está dispuesto a ponerle el cascabel al gato, porque todos saben que hay intereses económicos en juego, de gran calado, que pueden hacer vacilar su posesión más o menos incontestada del poder político. Es decir, que a la hora de la verdad, la democracia acaba siendo la plutocracia soberana, y el Estado carece de autoridad efectiva para decidir sobre lo que en realidad sí le corresponde, al tiempo que malgasta sus energías en invadir los ámbitos de legítima libertad de la persona, la familia y las demás agrupaciones de base social.

O tempora, o mores

JAVIER ALONSO DIÉGUEZ

Comentarios